Catherine

Ahí van las dos partes anteriores y la nueva

La volví a ver otra noche más en aquel café. Siempre me sentaba muy atrás para poder verla cantar, junto al piano, sin que me viera.
Todos allí la ignoraban, como si fuera un elemento más. Pero a mí me gustaba verla como cantaba, allí, dulce y triste, como soñando cada una de sus palabras que por su boca, entre notas de piano, sonaban; enamorada de un azul, azul melancolía.
Siempre terminaba con la misma canción, pero allí nadie parecía importarle. Yo me encendía un cigarrillo para la última y apuraba mi whisky para prestarle más atención. Comenzaba el piano, miraba al fondo, como queriendo buscar a alguien, se arreglaba el vestido y su mirada buscaba a quien sabía que no encontraría. Comenzaba a cantar conteniendo cada lágrima, cada suspiro, cada palabra que por sus labios rojos salían. Pero quien fuera que fuese no vendría, ella no lo vería entre las mesas del café.
Cuando terminaba, hacía un saludo, pero a nadie parecía importarle; besaba a aquel pianista negro en la mejilla y bajando se secaba las lágrimas.
Una noche no volvió, esperé toda la noche por si regresaba, bebí copa tras copa y fumé 3 paquetes al menos. Borracho y casi sin poder tenerme en pie le pregunté al mozo de la barra; qué sucedía con la joven que noche tras noche cantaba con el piano. Él me contestó que se había suicidado en su apartamento, su hermana la encontró muerta al día siguiente. Él quiso contarme como lo hizo. Yo no quise escucharle y me di la vuelta.
Salí y me senté en un bordillo de la calle de enfrente, miré al café. Ella estaba allí, la podía ver a través de los cristales , allí estaba cantando una noche más. Se giró y miró por las ventanas, me miraba, pude sentirlo, me miró y sonrió, había encontrado lo que todas las noches buscaba.

De camino a casa empecé a recordarla, a imaginar si me hubiera levantado y le hubiera hablado, o simplemente me hubiese sentado más cerca de ella. Pensé en lo triste que podría ser su vida, quizá también me hizo recordar la mía.
Catherine era diferente, toda su belleza quedaba siempre envuelta en esa oscuridad que la caracterizaba. Cada noche conseguía engañarme como una vela engaña a las tinieblas, pero no tardaba en apagarse hasta el día siguiente.
Describirla sería pecar contra ella, pero dos cosas la hacían particularmente bella; sus enormes ojos verdes y sus labios rojos por los que salían siempre dulces palabras. Catherine era así, siempre dulce, jamás la vi enfadada, jamás la vi feliz. Bajaba cada noche con la esperanza del por si acaso, y poco a poco, la iba abandonando.
Ella no merecía eso, no merecía morir olvidada en aquel café, apagándose cantando. Quizás su alma se había ido hacía mucho tiempo, pero su cuerpo se resistía a irse; se resistía a creer que algo se iba y no volvería, igual que al acostarse y despertar y encontrarlo todo como antes. Quizá despertó y lo encontró todo patas arriba, quiso despertar y no pudo, y esperaba cada noche levantarse en otro lugar, no olvidada en su apartamento con la cama vacía.
Ya regresando como pude a mi apartamento, apenas podía abrir la puerta con la llave. Entré. Encontré una carta bajo la puerta. La cogí como pude y giré el sobre.

 Catherine

No pude evitar un escalofrío y se me deslizó de las manos. La recogí del suelo y giré el sobre de nuevo. Catherine. Sí, allí estaba su nombre.
La tiré en la mesa y me senté en una de las sillas, encendí un cigarro. Estuve rato mirando el sobre en la mesa, para mí pasaron días. Todo estaba más silencioso que de costumbre. Sólo una luz encendida alumbraba de lleno la mesa con la carta.
Pensé en Catherine colgada en su apartamento en el mismo momento en el que toqué la carta. Quería quemar ese sobre, se había ido y fuera lo que fuese lo que contenía la carta podía llevárselo con ella. Por qué si jamás se fijó en mí; dijera lo que dijera ya nada podía cambiar, y menos ella. Cada vez que volvía a mi mente lo hacía en forma de torso colgado. Inerte. Suspendida en el aire.
Me levanté y me apoyé en la pared. Volví a pensar que hacer con ese papel. Di vueltas alrededor de la mesa, lentamente; a cada paso le perseguía el sonido del zapato contra el suelo. Me paré en seco y cerré los ojos. Podría ser alguna broma macabra de algún conocido, pero en el remoto caso de que fuera Catherine, qué buscaría en todo esto.
Abrir la carta significaba no volver a atrás, empezar un juego al que no quería jugar, y menos jugar con la memoria de alguien a quien quería y admiraba; sabía que si abría el sobre no abría marcha atrás, me obsesionaría con ella, como ya lo hacía noche tras noche.
Comencé a sudar. La noche era fría. Cada gota de sudor que me escurría por la cara se volvía fría y parecía que alguien me acariciaba. Me lamenté por mi suerte, tantas noches yendo al mismo lugar, viéndola cada noche, si quería haberme hablado lo podía haber hecho cada noche desde hacía 7 años. Cada noche desde hacía 7 putos años y no en una carta el día antes de morir.
Si era una broma, era de pésimo gusto, si era realmente Catherine, era muy injusta conmigo, porque sabía, si me conocía un poco, que la abriría, sólo para salir de la duda y no consumirme toda la vida pensando en lo que no leí, aquello que escribió una mujer a la que admiré y contemplé durante 7 años.

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