Hay un príncipe en mi corazón, lleva corona y es presumido, vanidoso y soberbio. Quizá no sea el mejor príncipe, quizá no sea ni príncipe, pero es mío y está en mi corazón.
Hace tiempo que hablamos y las cosas no van muy bien, o van pero no quiero escucharle, y por eso sé que van mal, sea como sea prefiero hacerme el loco y hacer como si nada, como que es todo igual o que no me doy cuenta, a lo mejor el príncipe soy yo y no él, pues no quiero perder los nervios, sentirme frustrado porque no puedo hacer nada, porque estoy encerrado y me gustaría gritar y no puedo, por querer guardar las formas, por querer aparentar lo que no soy, y quien no soy, y parecer normal cuando, quizá sea todo menos eso, quizá por ello que el príncipe sea yo y no él.
Pero hoy hable con él en serio, y como me sucede a menudo, tengo la sensación de que somos la misma persona, hacemos casi todo igual, ¡fíjate!, ¡Quién lo diría!, ¿Él y yo la misma persona? Bah… Tonterías. Pues le contaba que las cosas no van bien, él ya lo sabe, y como siempre hace, espera callado a que le cuente todo, siempre hace lo mismo, en ese momento el sabe que yo sé que ya sabe lo que voy a decir, pero actuamos de forma cómplice, y yo cuento mi versión, me libero, y él hace de tripas corazón.
Sabe que lo que le cuento lo magnifico, casi siempre, porque sabe que soy muy pasional con estos temas, será que me lo tomo muy a pecho, pero… No lo puedo evitar, me cae como una losa en el pecho, me pesa a plomo.
Él me comprende y relativiza lo que digo y hago. Me siento afortunado de tenerlo, para seguir conmigo es profundo amor lo que tiene que sentir por mí, de otra forma no seguiría conmigo.
Estaba triste aquel día, llevaba sin ser feliz tiempo, ahora también, no más que antes porque había aprendido a jugar a ese juego de compensar la realidad con sucedáneos, como en vez de tomar fresas tomas chicles con su sabor, como compensar el amor con sexo sin medida.
Él me miraba a veces como apenado, pero los dos sabíamos que yo no podía hacer nada y él no podía luchar contra eso, me compadecía y los dos esperábamos que fuera una situación pasajera.
Pero aquí estaba yo, esto era lo importante, lo que llevaba tiempo queriendo decirle, que él sabía y yo sabía que él sabía, aunque decírselo me daba vergüenza, era violento para mí, y a la vez muy natural.
Quizá el lector no entienda estos requiebros, pero hay ocultas más oscuridades de las que parece. Le conté que era huérfano; no nací huérfano, fue más tarde, mucho tiempo después que me di cuenta de ello, que aquellos padres que creía tener un día desaparecieron ante mis ojos, seguían conservando sus rostros, pero su mirada era diferente y tras largo tiempo comprendí que habían muerto, que sus almas se habían consumido tras años convulsos y sus ojos no miraban igual porque sus corazones latían diferente, y sus manos no obraban igual. Eran ellos y no lo eran, como cuando amas a alguien y es algo de ti, que cuando ya no lo amas quieres que desaparezca, como la diferencia entre una casa y los materiales de obra. Y ellos habían desaparecido para siempre, tal y como yo los conocía.