I Carta a la Flor de Té. El palacio azul y la Emperatriz

Hace mucho tiempo, un caballero a lomos de un níveo corcel que había recorrido lejanas tierras, pasado montañas inhóspitas, abismos siniestro y valles donde vagan las más oscuras almas, llegó a un gran castillo.
El caballero, un apuesto joven de ojos claros pide que por el amor de Dios se le dé cobijo y un plato de comida, pues su estómago rugía como cien leones hambrientos.
La Emperatriz, una mujer bellísima de proporcional generosidad y bondad, accedió a dicha petición y acogió al joven caballero por una noche.
Su Gran Majestad estaba muy contenta con el extranjero por su sabiduría y grácil habla; y las noches fueron semanas, y las semanas meses.
Un día el joven caballero, como había cogido amistad con la Gran Emperatriz le dijo:
– Dado que el amor y el miedo difícilmente pueden coexistir, puestos a elegir es mejor ser temido que amado, ¿Qué opináis Majestad?
– No estoy de acuerdo, ya que mi vida no pretende basarse en hechos seguros. Me guío por otras cosas, por lo tanto, sin duda alguna, prefiero ser amada, aunque sólo sea un instante.
La Gran Emperatriz hizo amago de protesta, pero dejo que prosiguiera el caballero. Mientras, este reflexionaba pensando que habría hablado demasiado rápido.
– Mi Serenísima Majestad, dijo el caballero, pero habréis de saber una cosa antes de contestar, ¿Dónde aplicaríais esa frase anteriormente pronunciada y dónde no?
La Emperatriz frunció el ceño con ademán de incomprensión.
– No os entiendo caballero, ¿Podéis ser más explícito?.
– Por supuesto Su Ilustrísima, vos sois Emperatriz de un inmenso imperio, en cualquier caso ¿Qué sería mejor ser amada o temida? Sé que no es una fácil cuestión, no obstante, ¿Podríais elegir Majestad?
Tras larga deliberación, la Emperatriz contestó:
– Amada, pero nunca se puede ser amada por todo el mundo, yo intento impartir justicia desde mi punto de vista, e intentar inculcar buenos valores, como el amor, la razón, la sabiduría, pero intentaría hacerlo desde el amor.
– Os entiendo Majestad, entonces según vuestra forma de pensar, vuestra filosofía de vida es vuestra filosofía política. Es una buena forma de ver la vida y la vida humana, pero ahora yo os digo, como bien dijisteis antes, nunca se puede ser amado por todo el mundo ¿Fue así como lo dijisteis Majestad?
– Así fue joven caballero.
– ¿Os puedo hacer una pregunta íntima Majestad?
– ¿Es completamente necesaria para proceder con nuestro diálogo?
– Sí Majestad.
– Proceded.
– ¿Cuál es vuestro color preferido?
– Ahora mismo el blanco, pero va cambiando.
La Emperatriz estaba impaciente por saber el color preferido del joven caballero pero no podía ponerse a su misma altura.
– ¿Sabéis, Majestad, cuál es mi color preferido?
Con júbilo hizo un gesto para que se lo dijese el caballero.
– El azul, me he enterado además que habéis acabado el palacio tan majestuoso que estabais construyendo, es magnífico, imponente y sencillamente colosal. También ha llegado a mis oídos que estáis pensando en pintarlo de vuestro color preferido ¿Es así Majestad?
– Así es.
– ¿Habéis preguntado a los vagabundos sobre el color del que hay que pintar el palacio?
– Para opinar deberían ser personas importantes.
– Os entiendo Ilustrísima, pero ¿Es que acaso un pobre no tiene derecho a opinar?, el pobre no decide sólo opina, y no es una persona importante.
– Claro que sí, pero no creo que les importara mucho el color del palacio, tendrían cosas más importantes en sus vidas.
– Efectivamente, sois tan sabia Majestad.
Como se encontraban allí solos el caballero y la Emperatriz, le dijo la Emperatriz:
– Caballero podéis llamarme, Leo.
– De acuerdo, pues querida Leo, mis gustos son que debéis pintar el palacio de azul ¿Qué pensáis vos Leo?
– No entiendo, porqué creéis que el blanco no es un color adecuado para mi palacio ¿Podríais explicarme?
– Siempre me ha gustado el azul, y creo que es un color muy solemne, de entre todos los colores de la faz de vuestro amado imperio, el azul es mi preferido. ¿No es el de vos, querida Leo?
– No, no lo es, mi color preferido va cambiando constantemente, pero creo que el blanco es un buen color para mi palacio.
– De acuerdo, pero le pregunté a la Corte y les gusta más el azul ¿Qué haréis pues?
– Quizás podría mezclarse un color con otro, para llegar a un entendimiento.
– Ya, pero eso no le gusta a la Corte, a la Corte le gusta azul entero.
La Emperatriz en un brote de cólera espeto:
– ¡Pues que se hagan los suyos azules! Será donde yo viva, así que me debe gustar a mí.
– Y entonces, ¡Tendréis a todo a la Corte enemistada!
– No, no creo que se enfadaran por eso ¿Verdad?
– O quizá sí, y si supierais que se enfadarían ¿Cambiaríais de color?
– No creo, intentaría hacerles entender.
– Me he tomado la molestia querida Leo de informar a la Corte de vuestra voluntad pero parece que no quieren entender.
– Pero mi Voluntad es la última, el palacio será blanco, así será bonito.
Pasaron los días y el palacio se pinto de blanco, conforme a la voluntad de la Emperatriz prevaleciendo sobre la del pueblo y la Corte, lo que le granjeo la enemistad de la Corte y le hizo perder el amor del pueblo. Pasaron los días y los ciudadanos empezaron a amotinarse por las conspiraciones de los nobles de la Corte. A todo esto irrumpió en la sala del trono el joven caballero.
– ¡Majestad!, el pueblo se está amotinando. Decidí tratarlos con el amor que decíais, pero ya no responden al amor, están cegados por la rabia y el odio, creo que en mi modesta opinión, deberíamos poner una horca en medio de la plaza, ¿Qué os parece querida Leo?
– No creo que sea necesario.
– ¿Estáis segura?, están muy enfadados y tampoco nos podemos echar atrás, ya no podemos pintar el palacio de azul, ya no hacen caso a eso.
– Invitaremos a las personas más destacables del pueblo esta misma noche a cenar al castillo y hablaremos con ellos para intentar solucionar esto.
– Entendido Emperatriz, pero el pueblo puede pensar que queremos comparar a los cabecillas para que no sigan con la revolución ¿Nos arriesgaremos a eso?, y otra cosa más mi querida Leo, les dejaremos pasar a nuestro castillo, si nos arriesgamos a eso puede que tomen el castillo y nos hagan presos, puede incluso que nos apliquen tortura o nos maten, es demasiado arriesgado.
– Habrán guardias protegiéndonos y tampoco invitaremos a tantas personas, sólo a las necesarias.
– ¿Y quiénes son las necesarias mi Emperatriz?, si no los invitamos a todos sentirán que están siendo repudiados, es decir, sentirán que no son necesarios y aumentará su rabia, ¿Qué haremos pues?, la horca sería una buena solución.
– Ellos sabrán que sólo deben ser invitados ciertas personas, pero la horca no.
– Pero Madame, estoy aterrado, no habéis visto lo que dicen de nosotros en la plaza, se oyen gritos y abucheos, tengo tanto miedo que no me atrevo a salir del castillo sin escolta, Madame, tengo tanto miedo que no si podremos contenerlos haciendo lo que decís.
– No tengáis miedo, noble caballero, convenceremos al pueblo que la importancia del palacio es insignificante y debemos centrarnos en curar a los leprosos, eso es más necesario, lo entenderán.
– Pero al pueblo no le importa eso, el pueblo quiere que caigan los poderosos, dicen que somos nosotros los que infectamos a los leprosos, dicen que somos nosotros los que hacemos al rico rico y al pobre pobre, dicen que queremos quitarle el papel a Dios, y según ellos es intolerable; el pueblo nos quiere matar por ello, porque a su parecer es una blasfemia contra la Voluntad del Altísimo, el Clero está contra nosotros, la Corte también y el pueblo, no podremos hacer entrar en razón a tantos.
– Que no cunda el pánico, dormiremos y mañana pensaremos alguna solución.
– ¿Podréis dormir mi Señora? Vuestra familia no duerme desde hace tiempo, yo tampoco, se escuchan gritos desde el castillo, vuestra familia tiene miedo y yo también.
La Emperatriz hizo un gesto de profundo pesar y contestó:
– Yo también tengo miedo.
– ¿Me dejaréis que mi propuesta siga adelante?, he oído que otros reyes hicieron algo parecido antaño y funcionó.
– No haremos lo que decís noble caballero.
– Mi Señora, ¿Qué debemos hacer pues?, el pueblo no nos escucha, la Nobleza ya no nos quiere, el Clero dice que Dios nos ha abandonado, ¡¡¡Qué será de nosotros!!!
La Emperatriz se sujetó la cabeza desesperada y contestó con pesar:
– No sé que hacer, quizás nunca debí haber sido Emperatriz.
– Mi Emperatriz, estáis aquí por la Gracia de Dios y vuestro deber es gobernar, mi Señora vos sois la Hija de Dios y él os otorgó el Poder. ¿Os puedo ser franco mi Señora?
– Sí noble caballero.
– A veces cuando no sabemos que hacer debemos rodearnos de nuevas ideas, lo que pasa es que no siempre podemos ver con nuestros ojos, a veces necesitamos ver con los ojos de los demás.
– ¿Rodearnos de nuevas ideas?
– Podemos optar por lo que dije de la horca querida Leo.
– No, la horca está descartada.
– ¿Puedo ser franco?
– Sí, podéis serlo de nuevo.
– ¿Por qué creéis que la horca no sería una buena solución?
– No quiero tener sobre mi conciencia ninguna muerte.
– No tenemos porque usarla.
La Emperatriz hizo un gesto sonoro diciendo:
– ¡Ah! El miedo.
– Si mi Señora el miedo, lo hacemos pues.
– Quizás los reyes deban implantar el miedo para controlar al pueblo…
Se hizo un triste silencio, la Emperatriz saltó de su trono y con una voz rotunda y sonora que resonó en toda la cámara del trono dijo:
– ¡¡¡Quizás no quiera ser una Emperatriz temida!!! Podéis marchar y decid lo mismo a todos los sirvientes, a mi familia y a todo aquel que se encuentre en el castillo, decid lo mismo a los guardianes, hasta el último hombre, mujer o niño que se encuentre en el castillo lo abandone, esta es mi Voluntad, haced pues lo que os digo, y no quiero objeción alguna, es mi última palabra.
Al día siguiente la Emperatriz salió a la plaza bajo abucheos e insultos, su noble caballero la acompañaba fielmente como deuda por la caridad de la Emperatriz. La Soberana empezó a hablar al pueblo:
– Oh amado pueblo, os imploro perdón si en algún desmán os hubiera ofendido, pero pueblo mío hemos de mirar más allá, hemos de mirar por el bien común, ayudar al prójimo, curar a los enfermos, ser caritativos y humildes, pueblo mío no miréis los pormenores de la vida, el color de los palacios si azul o blanco, o verde o amarillo.
El pueblo apenas hizo caso de las palabras de la Emperatriz, y uno de los caudillos le contestó:
– Vasta de palabrería, a la hoguera con ella.
– Por encima de mi cadáver, dijo el caballero.
– Muy bien, vos lo habéis querido, a la hoguera con los dos.
La emperatriz y el caballero fueron atados, y se procedió a la quema.
– Unas últimas palabras, Emperatriz.
– Sois esclavos del odio, algún día conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres, cuando este día llegue, no habrá fronteras, ni pasado, ni presente, ni futuro que nos separe.
Y sus palabras ardieron, junto a su cuerpo y el cuerpo del caballero.

Un pensamiento en “I Carta a la Flor de Té. El palacio azul y la Emperatriz

  1. O_O Sin palabras Georgius… Un relato corto muy hermoso y con una moraleja increíble =)…
    Espero verte pronto, pues ya tomé mi decisión, y en mi interior he sentido que por fin, he hecho lo que tenía que hacer, y era lo correcto.
    Antes de tu viaje, te espero.
    Un fortísimo abrazo, Idrial

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