El día oscureció más pronto que de costumbre y las nubes tapaban al sol una de las mayores injusticias que se fueron a cometer en la historia.
Aquel hombre, de semblante tranquilo, caminaba a su destino y aunque aciago e incierto, hacía frente a la muerte con valor.
La preocupación anidaba en las caras de sus camaradas, mas no en la suya. Él estaba sereno.
Por fin llegaron, a las orillas de San Andrés, en la tierra de Málaga que un día le abrió las puertas, y hoy, se lo llevaba.
Como un rayo cayó un estruendo que guardó celosamente el silencio y se desplomaron aquellos que se encontraban en la primera fila.
Ahora, era el turno de Torrijos. Algunos pidieron cegar sus ojos y desde las tinieblas asumir sus destinos. Torrijos se negó. Miró al frente, a la basta mar y, tomó una bocanada de su perfume salitre, tomo el aliento de las olas, de la tierra y sus gentes como el que se aferra a un tesoro. Cerró sus ojos y alzó la mirada esta vez al cielo gris, y entre el Hacedor y él quedaron sus palabras que hicieron más férrea su virtud. Apretó fuerte las manos de sus congéneres. Era la hora, las nubes tornaron más grises y la mar rompía el silencio.
Un rugido quebrantó la tensión, solo quedaron sus cuerpos, solo dejó el desconsuelo. Emergieron rojas amapolas que plagaron sus torsos.
España lloraba la pérdida, y por único quejido, gotas que golpeaban el suelo, sus cuerpos y devolvían la sangre de un héroe a la tierra.